viernes, 13 de noviembre de 2015

EL CUENTO DEL VIOLINISTA

No hija, ya te he dicho una y mil veces que Eduardo no te conviene para esposo, no tiene ningún porvenir. Es un bohemio; no es por deseárselo, pero una de tantas va a parar muy mal.... Los regaños constantes torturaban la mente de María del Rosario, que enamorada de Eduardo, le importaban poco sus vicios y lo que de él se dijera.  Estaba dispuesta a llevar hasta el último momento su noviazgo con el apuesto músico que era el motivo de su vida, el hombre que ella realmente amaba con todas la fuerzas de su ser.  Los domingos, cuando los padres de María del Rosario disponían llevarla a sitios de recreo, ella ponía cualquier  pretexto para quedarse en casa, sobornar a la criada y verse a solas con Eduardo.      El muchacho se la ingeniaba para saltar por la  parte trasera de la casa y verse en el amplio jardín con la mujer de sus sueños. Cuando él sabía que los padres no estaban, aprovechaba para llevar su pequeño estuche y sacar el violín para que su amada escuchara lo que el tocaba, con sentimiento y dedicatoria para la mujer que  él amaba intensamente.  Las visitas se sucedieron una tras otra y a pesar de que los padres se seguían 
Oponiendo a las relaciones, ella cada día lo amaba más y más.  Aquel amor platónico llegó a un extremo trágico cuando a Eduardo le negaron definitivamente la amistad de María del Rosario, al enviarla lejos del solar patrio, rumbo a un colegio inglés de donde no regreso jamás.  Eduardo se dedicó a la bebida, llegando al extremo de dar conciertos en los fondines de baja estofa.  Ganaba únicamente para beber licor, para ahora sus penas y olvidar u pasado que le atormentaba brutalmente. Por aquellos lejanos años había pequeños bares donde la pianola, la guitarra o bien la marimbita de  acero hacía más agradable el momento a los parroquianos.  Eduardo en uno de esos lugares laboraba, ejecutando con su violín las más bellas canciones románticas de la época, haciendo estremecer el corazón de los bohemios que allí tomaban alegremente.  – guayo, tócate algo dela viuda alegre  - solicitaban los consumidores, el pago era otra copa repleta que el tomaba para sumirlo más en la desesperación, en el vicio y en la soledad.  Salía despacio, poco a poco, cuando cerraban el negocio y ya no había a quien entretener. Eduardo  vivía en un pequeño cuarto del Callejón de Santa Teresa,  y hacia allí encaminaba sus pasos pensando en alguien que muy lejos estaba, ignorando sus desgracias y desesperación.  Allí platicando con la almohada y llorando como un niño, se quedaba dormido para despertarse al otro día muy temprano y salir nuevamente con el violín bajo el brazo a dar algunas clases de música a hijos de padres acomodados. Guayo se conformaba con pasar frente a la casa donde había vivido María del    Rosario, con ver el viejo balcón, la puerta grande y otras cosas que le parecían familiares; sentía un alivio transitorio y nuevamente su pensamiento volvía lejos, muy lejos, quien sabe a qué regiones distantes.  Un día de tantos  que pasaba frente a la casa vio que la Petronila, la criada de la casa de confianza, salía completamente de luto corriendo hacia la casa de enfrente.  
Eduardo se quedó como paralizado viendo que el movimiento se acrecentaba a cada minuto.  Cuando la criada regresó le preguntó con disimulo qué pasaba – Por Dios Santo, don Guayo – exclamo la Petronila- la niña murió hace 15 días, y hasta hoy supimos la noticia.....  La nueva invadió el raquítico cuerpo y corazón de Eduardo y lo sacudió desde las uñas hasta el cabello: se quedó pensativo a media calle y nuevamente emprendió el camino     rumbo a su cuarto del callejón de Santa Teresa.  De allí no salió hasta tres días después, la tristeza lo agobiaba y una tos constante lo hacia su víctima; caminaba como un autómata por las calles, sin saludar a nadie. Un día de tantos, una mañana lluviosa y gris como su existencia, lo encontraron muerto en el cuartucho del viejo callejón.     Los pocos amigos que tenía, como pudieron reunieron dinero para comprarle un tosco ataúd, meterlo en el mismo y darle cristiana sepultura. Cuando le vieron por última vez antes de introducirlo en la fosa, notaron en su cara una sonrisa de satisfacción, quizás adivinando el próximo encuentro con su amada, a la que ya no volvió a ver desde que se fue para siempre.  Contaban los vecinos, y especialmente la Petronila, que por las noches de luna en el enorme jardín de la casona antigua se escuchaban sus pasos y las notas del violín hacían más notorias cuando el viento soplaba en sentido favorable.

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