No hija, ya te he dicho una y mil veces que Eduardo
no te conviene para esposo, no tiene ningún porvenir. Es un bohemio; no es por
deseárselo, pero una de tantas va a parar muy mal.... Los regaños constantes
torturaban la mente de María del Rosario, que enamorada de Eduardo, le
importaban poco sus vicios y lo que de él se dijera. Estaba
dispuesta a llevar hasta el último momento su noviazgo con el apuesto músico
que era el motivo de su vida, el hombre que ella realmente amaba con todas la
fuerzas de su ser. Los domingos, cuando los padres de María del
Rosario disponían llevarla a sitios de recreo, ella ponía
cualquier pretexto para quedarse en casa, sobornar a la criada y
verse a solas con Eduardo. El muchacho se la
ingeniaba para saltar por la parte trasera de la casa y verse en el
amplio jardín con la mujer de sus sueños. Cuando él sabía que los padres no
estaban, aprovechaba para llevar su pequeño estuche y sacar el violín para que
su amada escuchara lo que el tocaba, con sentimiento y dedicatoria para la
mujer que él amaba intensamente. Las visitas se
sucedieron una tras otra y a pesar de que los padres se seguían
Oponiendo a las relaciones, ella cada día lo amaba
más y más. Aquel amor platónico llegó a un extremo trágico cuando a
Eduardo le negaron definitivamente la amistad de María del Rosario, al enviarla
lejos del solar patrio, rumbo a un colegio inglés de donde no regreso
jamás. Eduardo se dedicó a la bebida, llegando al extremo de dar
conciertos en los fondines de baja estofa. Ganaba únicamente para
beber licor, para ahora sus penas y olvidar u pasado que le atormentaba
brutalmente. Por aquellos lejanos años había pequeños bares donde la pianola,
la guitarra o bien la marimbita de acero hacía más agradable
el momento a los parroquianos. Eduardo en uno de esos lugares
laboraba, ejecutando con su violín las más bellas canciones románticas de la
época, haciendo estremecer el corazón de los bohemios que allí tomaban
alegremente. – guayo, tócate algo dela viuda alegre -
solicitaban los consumidores, el pago era otra copa repleta que el tomaba para
sumirlo más en la desesperación, en el vicio y en la
soledad. Salía despacio, poco a poco, cuando cerraban el negocio y
ya no había a quien entretener. Eduardo vivía en un pequeño cuarto
del Callejón de Santa Teresa, y hacia allí encaminaba sus
pasos pensando en alguien que muy lejos estaba, ignorando sus desgracias y
desesperación. Allí platicando con la almohada y llorando como un
niño, se quedaba dormido para despertarse al otro día muy temprano y salir
nuevamente con el violín bajo el brazo a dar algunas clases de música a hijos
de padres acomodados. Guayo se conformaba con pasar frente a la casa donde
había vivido María del Rosario, con
ver el viejo balcón, la puerta grande y otras cosas que le parecían familiares;
sentía un alivio transitorio y nuevamente su pensamiento volvía lejos, muy
lejos, quien sabe a qué regiones distantes. Un día de
tantos que pasaba frente a la casa vio que la Petronila, la criada
de la casa de confianza, salía completamente de luto corriendo hacia la casa de
enfrente.
Eduardo se quedó como paralizado viendo que el
movimiento se acrecentaba a cada minuto. Cuando la criada regresó le
preguntó con disimulo qué pasaba – Por Dios Santo, don Guayo – exclamo la
Petronila- la niña murió hace 15 días, y hasta hoy supimos la noticia..... La
nueva invadió el raquítico cuerpo y corazón de Eduardo y lo sacudió desde las
uñas hasta el cabello: se quedó pensativo a media calle y nuevamente emprendió
el camino rumbo a su cuarto del callejón de Santa
Teresa. De allí no salió hasta tres días después, la tristeza lo
agobiaba y una tos constante lo hacia su víctima; caminaba como un autómata por
las calles, sin saludar a nadie. Un día de tantos, una mañana lluviosa y gris
como su existencia, lo encontraron muerto en el cuartucho del viejo callejón. Los
pocos amigos que tenía, como pudieron reunieron dinero para comprarle un tosco
ataúd, meterlo en el mismo y darle cristiana sepultura. Cuando le vieron
por última vez antes de introducirlo en la fosa, notaron en su cara una sonrisa
de satisfacción, quizás adivinando el próximo encuentro con su amada, a la que
ya no volvió a ver desde que se fue para siempre. Contaban los
vecinos, y especialmente la Petronila, que por las noches de luna en el enorme
jardín de la casona antigua se escuchaban sus pasos y las notas del violín hacían
más notorias cuando el viento soplaba en sentido favorable.
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